Por
los baldíos y las montañas aún se recuerdan las andanzas de aquella valquiria
que clavara su lanza en el corazón del señor solar. En los pueblos, al oír los
cascos de los caballos y ver asomarse las sombras largas de la tarde, los
muchachos oteaban en el horizonte de las ventanas suspirando por el paso de la amazona.
Pero
en el sur las fronteras del aire no eran seguras. Aún quedaba el señor de la
oscuridad, que sabía el modo de hurtar de los caseríos, y aun de algunas
ciudades, los ganados, las conservas, y la virtud de las doncellas.
Antes,
en el estallido de la mazorca sagrada, los coloridos granos de maíz tornaron
hacia los cuatro rumbos del universo. Varios fueron los soles y varias las
vidas. Después de eso el hombre verdadero se extravió, y con él se desvió
también la flor verdadera... el canto verdadero. Fue cuando la valquiria
apareció en el filo del ocaso, desnuda, del color de la tierra para cimbrar el
mundo.
Habló
la lengua de los hombres. Les dijo: “No huyan cuando la Madre Tierra se
estremezca. Está entumecida, y de vez en vez se mueve para cambiar de postura y
continuar sumergida en el arrullo del sueño cósmico”.
El
señor de la oscuridad caerá vencido, atravesado por el filo de la lanza de la
valquiria, cazadora implacable. La bella amazona subirá a la montaña, donde
invocará a la madre Tierra para restituir la luz, y devolverle la verdad a la
palabra. De la tierra brotarán árboles, y de los árboles frutos, y de los
frutos conocimiento.
Volveremos
del periplo sagrado para ser, por enésima vez, la gran metáfora, la misma que en
otro tiempo nos enseñara la hermana loba en el fino silencio del aullido, en el
gorgoteo de la primera palabra murmurada, hasta nombrarnos junto con el mundo.
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