viernes, 31 de agosto de 2018

Claudio* / Palimpsestos apócrifos



Recorre con dificultad el camino sinuoso, avanza tan rápido como le permite la lluvia y la fuerza de sus manos encallecidas. “Aunque tenga que comprar llantas nuevas”, piensa Claudio, mientras la noche deja escapar el viento gélido que le hace temblar de frío y de rabia.

Ve luz en aquella vivienda antes deshabitada. ¡Ahí está el cabrón!, dice, mientras comprueba que el arma sigue ceñida a su cintura. Avanza. Recuerda aquella Noche Buena, camino a casa; las risas, los abrazos, los amigos… el cruzar la calle, el fuerte sonido y el profundo dolor que lo elevaba por los aires; la caída seca contra el pavimento, el color azul de la Ford 91, gritos, voces… luego silencio y oscuridad.

Avanza dispuesto a todo, alumbrado por los esporádicos relámpagos que revelan la corriente de agua desbordada de las alcantarillas. Acelera su marcha, cada vez más rápido, más rápido, hasta que un bache voltea la silla mandándolo de bruces contra el suelo. Intenta incorporarse de inmediato, la silla ha caído lejos de su contrahecho cuerpo. Se arrastra trabajosamente sobre el fango; en ese momento viene a su memoria aquel grito de gol que hizo enloquecer a la afición. El Real Obreros había ganado el campeonato, él levantado en hombros, él admirado por toda la afición, él sonriente y sudoroso, él… 

...arrastrándose ahora por aquella agua pestilente, con las piernas huérfanas de la gloria. Claudio siente cómo las lágrimas recorren sus mejillas. ¡Los hombres no lloran!, se grita, burlón, saboreando el líquido ferroso que se asoma entre sus labios. Alcanza la silla, la levanta, se acomoda con mucho esfuerzo, respira un momento y sigue su marcha. Treinta metros más y estará frente a la puerta. Avanza con precaución, su respiración se torna agitada, un ligero temblor transfigura su rostro moreno. Ha llegado. 

Antes de llamar a la puerta se acaricia el costado para sentir la pistola y no la encuentra. Se busca entre las bolsas del pantalón de mezclilla, pero ya no hay arma. ¡Maldición! ¡Puta maldición! Frente a la puerta duda, trata de mirar hacia el lugar de la caída, sabe que no aparecerá ante tal oscuridad. Frente a la puerta llora de rabia, ¿Quién está ahí?, se escucha una voz chillona y alcoholizada. Claudio se limpia las lágrimas, aprieta los puños con fuerza unos instantes y después golpea con firmeza la puerta; se escuchan murmullos, pasos que se acercan, trastabillantes; la puerta se mueve torpemente… y se abre.


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*Texto del maestro Jesús Sánchez Meza, quien también escribe porque le da la gana, y se le dio la gana cerrar esta serie de palimpsestos apócrifos, que entrarán en período de hibernación para facilitar las intervenciones quirúgicas que se avecinan.

jueves, 30 de agosto de 2018

Regreso / Palimpsestos apócrifos



Sarogatip, el que estuvo presente cuando aparecieron por primera vez, después de la primera vez, los mundos; el que se negó a reiniciar la expansión del universo hasta no ver reveladas las once dimensiones; uno de los pilares de la geometría creacionista, Sarogatip, se inclinaba para contemplar más allá de la frontera cósmica.

Sus ojos iban desde la materia donde se agitaban multiversos hasta la antimateria donde dormían antimultiversos, todos sobre una estela infinitamente opaca, parecida al capullo de los Senarcala, surcando múltiples paisajes para depredarlos, indómitos.

Sarogatip envuelto en cuerdas vibrantes por donde transitaban latigazos iridiscentes de energía alucinantemente incalculable. Conexiones que brotaban desde el vacío entre branas, sordas al principio, y ensordecedoras después; fractales multiplicados sin fronteras posibles a los ojos del anónimo geómetra.

Aninotores y Animapod, cabalgando colosales nerviotransmisores oscilantes sobre redes. Sispanis fustigando el espacio con más y más universos, eclosiones interminables y veloces engulléndose y volviendo a regurgitarse, unidimensionales.

Seder de Sanoruen, polifónico, estaba por completar por primera vez, después de la primera vez, las enésimas geometrías elementales, volumétricas, poliédricas; estimaciones que Sarogatip había logrado sublimar con el cero y uno, cero y cero, uno y cero, uno y uno, hasta hablarse de tú con esa esencia innombrable y recóndita.

Realidad elástica que tornó de pronto en reversa gomosa, imparable hasta el destello rampante de un punto incalculable, frágil en apariencia pero de una voracidad envolvente hasta la ceguera, donde Sarogatip oteara apenas un nanosegundo la frontera que ahora se transformaba en el punto equidistante de algo llamado Adiv, que se le echó encima hasta expulsarlo del nanocosmos iluminadamente oscuro, recreando el infinito milagro de Recan, pero al revés.

Ludere / Palimpsestos apócrifos



-… Y entonces, iracundos, seres oscuros me despojaron, me arrebataron lo que había reunido con tanto esmero: la gramática de la fantasía, que es el nutrimento de la palabra. Desde aquel día arde y se consume a fuego manso con el leño del fogón, bajo la severa custodia de Los Correctos. Sube el viento en el humo y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo…

- No me cuentes eso, Fabulino.

- ¿Acaso hablaba contigo, títere? ¿Acaso se habla con los desalmados muñecos de madera?

Fabulino corrió a consultarle a los Arúspices, quienes abrieron en canal a un cordero. El indefenso animal, ante el sacrifico, se fue sacudiendo cada vez menos, igual que sus lastimeros balidos. Uno de los hechiceros se asomó entre las vísceras aún calientes, hurgando, buscando el futuro tan ansiado por el dios a quien fuera otorgado el don de enseñar a hablar a los niños.

Luego del concilio, los adivinos regresaron con Fabulino para contarle lo que las vísceras habían revelado. El dios caído en desgracia pidió le fuera revelada la verdad, por amarga que ésta fuera. “Ludere”, dijeron al unísono los brujos, luego  se alejaron como se alejan las hojas secas sobre el viento. Fabulino caviló, pensó, meditó, reflexionó, hasta convencerse de que la tristeza y el rencor le habían cegado el corazón.

El homúnculo de madera, hilo y pintura, se postró frente a Fabulino, quien al verlo tuvo el broche preciso para las ideas que le revoloteaban de nuevo en la sesera. Arrebataría a Los Correctos las cenizas con las que comenzaría de nuevo a enseñar la palabra a los niños. Miró al títere, quien entendió la necesaria circunstancia de inmolarse.

Pieza por pieza fue desmembrado el valiente homúnculo, ofrecido cual Caballo de Troya frente a la feroz custodia de Los Correctos, quienes sólo vieron leña para la hoguera. Fue así, y no de otra manera, que Fabulino recuperó la preciada gracia de enseñar la palabra verdadera a los niños, no para que fueran Correctos, sino para nunca más fueran esclavos.

miércoles, 29 de agosto de 2018

Fotografía / Palimpsestos apócrifos



Debo ser discreto. No quiero profanar su recuerdo. Lo llamaré… En el cajón de mi buró tengo todavía una foto suya, junto con las de otras gentes, y un pañuelo sucio de maquillaje que le quité no sé a quién, o mejor dicho sí sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional. La foto de que hablo es extraordinariamente buena para ser de credencial.

Él está mirando el horizonte, reflexivo… No, no existía esta cosa de la selfie… bueno, estas novedades de los telefónos móviles con cámaras incluidas. Antes una cosa era la cámara y otra el aparato telefónico. Es cómo el arroz con leche… ¡Ay, bueno! Quise hacer una analogía, además, ni me gusta el arroz con leche. Te decía… su boca maravillosa, grande y carnuda… Sí, yo tenía la Minolta, una cámara que compré en el Monte de Piedad.

En un tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso. Lo llamaré Aquiles. No, Alejandro. No, Alejandro no. Patroclo, tampoco. ¡Ay, fue un verso sin esfuerzo!... oclo-poco… ¿El nombre? … Lo llamaré: El fistol del diablo. Ya te lo dije, lo que sucede es que eres muy joven. ¿Tú cómo te llamas?... ¿Emiliano? Yo leí que Zapata tenía sus entrones homoeróticos con un hacendado. Luis Zapata no, tonto. Emiliano.

¿El fistol del Diablo y yo? Sí, él… nos enamoramos. Recuerdo la primera caricia robada. Era otro el siglo. José Tomás de Cuéllar escribió una novela que me gusta mucho. Todas las novelas de Cuéllar me encantan, especialmente la de Baile y Cochino… ¿Y qué con Cuéllar? Que en su novela Los mariditos vi retratado a El fistol del Diablo… ¡Ay, Emiliano, te faltan lecturas! No puedo contarlo de otra manera, recuerda que vengo de un siglo que ya no existe, de una época donde aún se tenía pudor… o miedo, ya ni sé.

Quizá sobrevivo porque vengo de una familia adinerada, pero Fistol no, digo, Manuel. ¡Ay, ya te dije el nombre, bandido! Él era pobre pero trabajador. Acá en la foto estamos en Aruba… Sí, puedo decirte, no es un secreto que a Manuel lo mató su hermano.

Sí, lo sigo amando.

Diplomado / Palimpsestos apócrifos



Le cruzaba la cara una sutura dispareja: una curva rojiza que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo, cubierta con un parche regalo de su amigo tapicero. Su nombre verdadero no importa; algunos le decían El Negro, ingeniero civil convertido en detective privado por correspondencia, diplomado previo depósito. Las balas en la espalda, la cojera imborrable, y demás cicatrices eran gratis “por jugarle al vergtective”, dijo el ingeniero en drenaje profundo esa jornada equinoccial, cuando apostaban si la noche y el día duraban lo mismo, o no.

El Negro sintió los rayos del sol en la hora tercia y revisó la nota pegada en el pizarrón: “Don vergtective, dejo la apuesta dentro del cañón de la pistola. En la noche regreso para que me lo pruebe y me lo sostenga”. Dio la media vuelta para encontrarse con aquella mujer antigua sentada en la silla de madera. El investigador se acomodó el parche, después la camisa mientras la mujer se presentaba: “Mi nombre es Margaretha Geertruida Zelle”.

“La bailarina”, pensó en voz alta, luego encendió el cigarro electrónico mientras repasaba el nombre, similar al de la espía que más le erectaba la sangre. “Me acusan de traición, y usted me ayudará a encontrar la salida”. Dejó el remedo de tabaco sobre el cenicero, avergonzado por seguir sumando más clavos a su ataúd. Ella era no sólo el deseo perfecto, era también un chingo de recuerdos acumulados.

La hora nona sorprendió al detective, que a duras penas había logrado platicar con la espía más deseada, intervalos de una larga escena reducida a una pregunta: “¿Cómo matas a alguien que ya está muerto?” Decidió fumar del tabaco oscuro que conociera en su juventud, cuando se hizo barraco, hombre duro, sin debilidades. Y la traición tampoco cabía en su decálogo, si es que lo tenía. Ella remató: “¡Ramera sí, traidora jamás!”

El Negro pasó aceite cuando la bailarina se desnudó frente a él con su danza pretérita. Balbuceó sobre el sillón el nombre de Mata Hari, inquieto, deletreando la delicada silueta sobre el aire del sueño, privilegio reservado para detectives chingones en días de equinoccio. Ella insistió: “¿Cómo matas a alguien que ya está muerto?” - ¡Fácil! - contestó el detective, -Espero a que se ponga morado, desenfundo mi pistola para matar muertos morados, y ¡pum!, resuelto el problema.