No lo van a creer, dirán: “¡Grifo es un tonto!”, pero de joven mi
ilusión era hacerme visible y formarme en la fila para comprar mi
boleto, palomitas con mantequilla, y voltear caballeroso para ceder el paso a niños, mujeres y ancianos mirándolos a los ojos, y saber que ellos también me miraban. “Grifo, espera
a que llegue la nueva era científica y tecnológica”, me decían. Ahora que estoy viejo me
río de todo eso. Claro, ya casi nada es invisible, excepto mi querida presencia.
Yo no tengo opción, la invisibilidad me llegó por densidad óptica, replicando una vieja fórmula de un libro hallado entre los escombros. Buscaba la fórmula para transformar metal en oro, preparar el elixir de la eterna juventud, o el afamado fierabrás de los caballeros andantes. Por serendipia terminé así.
¿Desde cuándo soy invisible? Quizá desde siempre, escapando de la mirada de los otros. Sílfide, mi compañera, es la única que puede verme. Después de ella nadie, ni la tecnología joviana, ha logrado atraparme.
A los pocos días de sucedido el hallazgo, llegó el albinismo a mi piel. Comenzó en el ombligo, en forma de círculo que se fue expandiendo, radial, cual si fuera la continuidad del Hombre de Vitrubio. Después volvió al principio, haciendo un hueco en mi estómago que se ensanchaba cada vez más. Usé ropas opacas para disimular la claridad que me traspasaba el cuerpo pero resultó insuficiente, hasta que desaparecí.
Renuncié al trabajo no por asombro o espanto de la empresa, sino al contrario, porque después de algunas semanas de haberme “esfumado”, ninguno se percató de mi ausencia. Me deprimí bastante, escribí la renuncia con carácter de irrevocable, y me fui. Mi diáfana Sílfide me levantó el ánimo una mañana: “Grifito, te conseguí trabajo de asistente de un mago”.
Fue divertido al principio, aunque renuncié al poco tiempo, porque el egoísta no me daba el más mínimo crédito. También trabajé con mentalistas, hechiceros, clarividentes y exorcistas. Fueron esas tablas las que me llevaron hasta el séptimo arte.
Ahora que lo pienso mejor, quizá hubo un mal entendido, porque cuando a mi Silfide le conté sobre mi sueño cinéfilo, era como espectador, no como actor. Hoy busco trabajo, me especializo en ciencia ficción, en gravedad cero, y, vaya ironía, en densidad óptica.
Yo no tengo opción, la invisibilidad me llegó por densidad óptica, replicando una vieja fórmula de un libro hallado entre los escombros. Buscaba la fórmula para transformar metal en oro, preparar el elixir de la eterna juventud, o el afamado fierabrás de los caballeros andantes. Por serendipia terminé así.
¿Desde cuándo soy invisible? Quizá desde siempre, escapando de la mirada de los otros. Sílfide, mi compañera, es la única que puede verme. Después de ella nadie, ni la tecnología joviana, ha logrado atraparme.
A los pocos días de sucedido el hallazgo, llegó el albinismo a mi piel. Comenzó en el ombligo, en forma de círculo que se fue expandiendo, radial, cual si fuera la continuidad del Hombre de Vitrubio. Después volvió al principio, haciendo un hueco en mi estómago que se ensanchaba cada vez más. Usé ropas opacas para disimular la claridad que me traspasaba el cuerpo pero resultó insuficiente, hasta que desaparecí.
Renuncié al trabajo no por asombro o espanto de la empresa, sino al contrario, porque después de algunas semanas de haberme “esfumado”, ninguno se percató de mi ausencia. Me deprimí bastante, escribí la renuncia con carácter de irrevocable, y me fui. Mi diáfana Sílfide me levantó el ánimo una mañana: “Grifito, te conseguí trabajo de asistente de un mago”.
Fue divertido al principio, aunque renuncié al poco tiempo, porque el egoísta no me daba el más mínimo crédito. También trabajé con mentalistas, hechiceros, clarividentes y exorcistas. Fueron esas tablas las que me llevaron hasta el séptimo arte.
Ahora que lo pienso mejor, quizá hubo un mal entendido, porque cuando a mi Silfide le conté sobre mi sueño cinéfilo, era como espectador, no como actor. Hoy busco trabajo, me especializo en ciencia ficción, en gravedad cero, y, vaya ironía, en densidad óptica.
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