Todavía llevaban pantalón corto ese año, no le quemaban las patitas a
Satanás ni chupaban caguamas, y preferían el backgammon. Nosotros jugábamos fútbol, y sí, quemábamos
y chupábamos hasta zambullirnos en el concreto y en la
tierra, en los andadores de la colpop y en los puntos ciegos de la zona
residencial donde vivía María Iribarne, la niña más linda que vieran mis ojos.
Ella se rodeaba de chavos fresas, lampiños y aseados. Yo era distinto:
arrojado, greñudo, ágil y bravo, bastante bravo.
Los años y el falso progreso terminaron por unir a la colpop con la zona
residencial, y los políticos corruptos por hundir al país en una
deuda impagable, llevándonos por destinos diametralmente opuestos
aunque paralelos.
“Ifigenio Clausel”, dije con el aplomo de alguien que ha vivido la vida
a tope, en la línea, desde aprender a bailar en la calle hasta saber deletrear
prostitutas, saber de cantinas, de terrorismo urbano, de corrupción en
distintas esferas: desde miserables raterillos hasta personajes de cuello
blanco. Pero sobre todo, conocer de boleros viejos amartillados en la garganta,
a la espera de un par de lingotazos de ron.
Crucé la línea de seguridad para ver a María desmadejada sobre el
asfalto, igual que un títere. Aun con la piel mortecina la Iribarne seguía
siendo hermosa, tanto, que ni el tercer piso del hotel barato desde donde
saltó, según declaró un intoxicado teporocho, le restaba belleza. Me bastó un
par de ángulos para saber que a María Iribarne la habían arrojado contra su
voluntad.
Esa misma noche levanté los pasos de María, quien de niña bien terminara
de cocinera en un restaurante chino, consecuencia de la quiebra financiera familiar. Supe que salió a la hora acostumbrada, antes de la media noche. Que la esperó el
compa de siempre, un ñero de billetes con auto de rico. Que se detuvieron
afuera de una plaza al poniente de la ciudad. Que se metieron coca y bebieron cheves. Que
fueron al Misol Ha, donde vale cien pesos el cuarto. Que la Iribarne tuvo un
ataque de dignidad. Que no quería nada. Que gritó el nombre que hizo enfurecer al
niño rico.
Tenía que hallar al asesino, se lo debía, por eso terminé de involucrarme
confesando que el nombre dicho por María Iribarne, antes de morir, había sido
el mío: “Ifigenio Clausel”. A ninguno le consta. Ahora lo que sigue.
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