¿Regresaría
el cadáver? No le bastará con asomarse, esquivando restos de sargazo rumbo a
los arrecifes. Apenas la espuma flotando sobre el mar le dejará distinguir el
horizonte. A ratos, imaginará su bella silueta andando a lo largo de la playa,
a veces detenida sobre la arena escapando con el regreso de las olas. Será tan
natural sentir el cosquilleo bajo los pies, subiendo uno a uno los dedos hasta
su esbelta cintura, y se acercará a él que sonreirá sin sorpresa, convencido de
que el pecado fue lo menos casual entre los dos.
Más
de una vez, de regreso a la ciudad, Fermín le preguntó si era creyente. El febo
de piel negra extraviaba la mirada en los fanales de los autos al otro extremo
de la autopista, y contestaba que sí, que creía en las estrellas, en la marea
de luz infinita del universo. “¿Y en el cielo?”, insistió Fermín. “No. En el
cielo no”, respondía el zambo, para concluir: “Porque en el cielo no hay lugar
para hombres como yo”.
A Fermín le costó más que los doce trabajos de
Hércules meterse en la cabeza la idea de alejarlo. No tenía manera de explicar su
repentino gusto por las hortensias que invadían la enorme casa,
construida con su prestigio de hombre de familia exitoso, educado, creyente,
digno y justo.
De
los consejos para cultivar las flores dados por el oscuro Apolo, se quedaba con
el cambio de colores, el nacimiento en primavera y el renacer en otoño. De
algún modo él era una clase de hortensia, arcoíris de felicidad cada vez que se
refugiaba en los brazos del mancebo.
Esa noche de finales de octubre, acostados en la playa, verán estrellas fugaces cruzar el cristalino
cielo. Escucharán los latidos del mar, y Fermín, casi convencido, le preguntará: “¿Crees en
dios?” Él no responderá, sacará de su bolsillo una pequeña flauta de carrizo, y
tocará notas dulces. Cada una será replicada por multitud de estrellas. “¿Crees
en dios?”, insistirá Fermín. “No. En dios no, porque le ha negado el paraíso a las hortensias negras, como yo”.
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