sábado, 11 de agosto de 2018

Flor / Palimpsestos apócrifos



¿Regresaría el cadáver? No le bastará con asomarse, esquivando restos de sargazo rumbo a los arrecifes. Apenas la espuma flotando sobre el mar le dejará distinguir el horizonte. A ratos, imaginará su bella silueta andando a lo largo de la playa, a veces detenida sobre la arena escapando con el regreso de las olas. Será tan natural sentir el cosquilleo bajo los pies, subiendo uno a uno los dedos hasta su esbelta cintura, y se acercará a él que sonreirá sin sorpresa, convencido de que el pecado fue lo menos casual entre los dos.

Más de una vez, de regreso a la ciudad, Fermín le preguntó si era creyente. El febo de piel negra extraviaba la mirada en los fanales de los autos al otro extremo de la autopista, y contestaba que sí, que creía en las estrellas, en la marea de luz infinita del universo. “¿Y en el cielo?”, insistió Fermín. “No. En el cielo no”, respondía el zambo, para concluir: “Porque en el cielo no hay lugar para hombres como yo”.

A Fermín le costó más que los doce trabajos de Hércules meterse en la cabeza la idea de alejarlo. No tenía manera de explicar su repentino gusto por las hortensias que invadían la enorme casa, construida con su prestigio de hombre de familia exitoso, educado, creyente, digno y justo.

De los consejos para cultivar las flores dados por el oscuro Apolo, se quedaba con el cambio de colores, el nacimiento en primavera y el renacer en otoño. De algún modo él era una clase de hortensia, arcoíris de felicidad cada vez que se refugiaba en los brazos del mancebo.

Esa noche de finales de octubre, acostados en la playa,  verán estrellas fugaces cruzar el cristalino cielo. Escucharán los latidos del mar, y Fermín, casi convencido, le preguntará: “¿Crees en dios?” Él no responderá, sacará de su bolsillo una pequeña flauta de carrizo, y tocará notas dulces. Cada una será replicada por multitud de estrellas. “¿Crees en dios?”, insistirá Fermín. “No. En dios no, porque le ha negado el paraíso a las hortensias negras, como yo”.

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