Hildegarda cerró el circuito, convencida de que esa ilusión también estaba
condenada a la ruina. Intentaría hacer entrar en razón a La Giganta, quien no
tenía idea de la talla real de su más reciente obsesión, mucho menos de ese
amor secreto alimentado hacía tantas lunas por ella. Por fin una nueva ilusión:
un robusto hombre de rostro dorado, casi gatunos los ojos, la cabeza, la nariz
y las orejas, además de una fuerza descomunal.
A más de uno le contó del hallazgo venido del mar, confesando el
sobrenombre que le tenía elegido, de puro y auténtico amor a primera ilusión:
“el creciente caballero”; el hombre llegado de otros mundos, a su medida.
Hildegarda no desmintió a La Giganta ni una coma; al contrario, le dijo que
pronto vería al forastero, misma promesa hecha al resto de las jayanas.
Después de la última aurora Hildegarda sacó del aislamiento al “perro
menguante”, nombre elegido por puro y auténtico rencor, a primera vista, luego
de despojarlo de la escafandra y el resto del aparatoso traje, hasta dejarlo desnudo.
Las jayanas eran descomunales, llegando a medir más de seis metros de
altura, y el extranjero apenas y alcanzaba la rodilla de Hildegarda, quien no
pudo evitar un arranque de ternura, eligiendo la correa más larga que encontró,
en lo que decidía el mejor escenario para eliminar al errante náufrago de la
vida de su platónico amor.
Cerca de ahí La Giganta se tatuaba la figura de la escafandra de oro en
el costado izquierdo, además de la robusta silueta del extranjero, descrito
entre las fantasiosas jayanas. Emocionada, se miraba a ratos junto a él jugando
a colorear el cielo con sus manos, a no irse nunca. Por fin un hombre a la
altura de su circunstancia.
Llegado el momento Hildegarda reunió a todas alrededor de la Roca de los
Desvelos, revelando al frágil e indefenso humanito. La Giganta, furiosa, se
negó a reconocerlo; se había ilusionado del robusto hombre de la escafandra de
oro, no de un lampiño e insignificante simio; y entonces se lo comió.
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