El antropoide apareció con la metralleta escondida bajo el impermeable en el apartamiento del profesor de ciencias, poco antes de iniciarse el toque de queda. El simio no experimentaba el menor remordimiento de conciencia. Ni siquiera se sentía necesariamente preocupado, sólo temía que el anciano fuera a experimentar una indignación excesiva al verle fuera del cuarto de control, sin los cables ni las agujas castigando las extremidades. Afuera el resto de los simios arrasaba con las demás guaridas sobre los árboles.
El capitán James Hook frotó con malévola complacencia el dorso del espectacular garfio, hierro fraguado en el horno del mismísimo Hefesto. De pie entre dos lenguas de fuego, veía arder la comuna y despeñarse los cuerpos de chimpancés y humanos, mientras su tripulación agonizaba en el Jolly Roger, después de exponerse a la tremenda radiación emanada del módulo espacial encallado en el estero, isla adentro.
El capitán estaba encantado con la eficacia destructiva de los cuadrúmanos que superaba tres a uno a su desgastada tripulación. Hasta esa madrugada no tenía en su historial una sola victoria importante, sólo asaltos a navíos extraviados entre las delgadas branas espacio temporales igual a telas de cebolla. Las humillantes derrotas frente al odioso de Pan y sus amigos extraviados en la tierra de Nunca jamás, habían alimentado un oscuro rencor en el capitán. Ahora sería diferente, estaba a minutos de rebautizar el lugar con una nueva aseveración: La Tierra de Algunas Veces.
Hipnotizado por los gritos y el fuego, se imaginó navegando al mando de los temibles simios a bordo del Jolly Rogers, con la bandera negra ondeando la calavera cruzada por huesos blancos. Surcaría el mar del multiverso y tomaría por asalto sistemas planetarios a diestra y siniestra. A los prisioneros les haría devorar por enormes cocodrilos, tragar por escualos descomunales o desmenuzar en segundos por hambrientas pirañas, dignos todos de un relato fantástico.
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