Le
cruzaba la cara una sutura dispareja: una curva rojiza que de un lado ajaba la
sien y del otro el pómulo, cubierta con un parche regalo de su amigo tapicero.
Su nombre verdadero no importa; algunos le decían El Negro, ingeniero civil
convertido en detective privado por correspondencia, diplomado previo depósito.
Las balas en la espalda, la cojera imborrable, y demás cicatrices eran gratis
“por jugarle al vergtective”, dijo el
ingeniero en drenaje profundo esa jornada equinoccial, cuando apostaban si la
noche y el día duraban lo mismo, o no.
El
Negro sintió los rayos del sol en la hora tercia y revisó la nota pegada en el
pizarrón: “Don vergtective, dejo la
apuesta dentro del cañón de la pistola. En la noche regreso para que me lo
pruebe y me lo sostenga”. Dio la media vuelta para encontrarse con aquella
mujer antigua sentada en la silla de madera. El investigador se acomodó el
parche, después la camisa mientras la mujer se presentaba: “Mi nombre es
Margaretha Geertruida Zelle”.
“La
bailarina”, pensó en voz alta, luego encendió el cigarro electrónico mientras
repasaba el nombre, similar al de la espía que más le erectaba la sangre. “Me
acusan de traición, y usted me ayudará a encontrar la salida”. Dejó el remedo
de tabaco sobre el cenicero, avergonzado por seguir sumando más clavos a su
ataúd. Ella era no sólo el deseo perfecto, era también un chingo de recuerdos
acumulados.
La
hora nona sorprendió al detective, que a duras penas había logrado platicar con
la espía más deseada, intervalos de una larga escena reducida a una pregunta: “¿Cómo matas a alguien que ya está muerto?” Decidió fumar del tabaco
oscuro que conociera en su juventud, cuando se hizo barraco, hombre
duro, sin debilidades. Y la traición tampoco cabía en su decálogo, si es que lo tenía. Ella remató: “¡Ramera sí, traidora jamás!”
El
Negro pasó aceite cuando la bailarina se desnudó frente a él con su danza
pretérita. Balbuceó sobre el sillón el nombre de Mata Hari, inquieto, deletreando la
delicada silueta sobre el aire del sueño, privilegio reservado para detectives
chingones en días de equinoccio. Ella insistió: “¿Cómo matas a alguien
que ya está muerto?” - ¡Fácil! - contestó el detective, -Espero a que se ponga
morado, desenfundo mi pistola para matar muertos morados, y ¡pum!, resuelto el
problema.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario