En el inicio del segundo milenio vivía de nuevo con Eva. Nos habíamos
encontrado muy jovencitos en el paraíso, después nos separamos sin imaginar que
la curvatura del tiempo nos reencontraría y volveríamos a estar juntos. Para
celebrar, la invité a una segunda luna de miel en la primavera cósmica. Eva
accedió, y hasta me pareció verla más esbelta, cálida y sensual.
Luego de la creación del mundo, y después de negarnos el acceso al
conocimiento universal, me dediqué al negocio de la mensajería. Eva se dedicó
al campo, sembrando peculiares árboles de manzana, frutos que se hicieron
famosos a lo largo de la historia de la humanidad. Estaba obsesionada con el
derecho universal de morder manzanas, pretexto que alimentó a la poesía de las más hermosas metáforas.
El principio no estuvo exento de contrariedades, como el acontecido en aquella fiesta, entre Apolo y Discordia; o la vez que colaboró en el ejercicio de Guillermo,
su hijo y la flecha rasante, escena que tiempo después imitaría William S. Burroughs pero
con una bala, atravesando la cabeza de su esposa.
La manzana que Newton viera caer fue idea suya, pensamiento merecedor de
un premio intergaláctico que le abrió las puertas de la literatura infantil,
donde quiso exorcizar el recuerdo de cuando fue echada del paraíso, creando
una pieza envenenada que creyó inofensiva, replicada después por el incomprendido genio de Alan Turing.
Deprimida, poco le importó el intento de los otros por quitarle méritos en la chocante frase: “la manzana de Adán”; y no de Eva. Bien sabido es que nunca fue mía, ni
lo será.
Espíritu atormentado, incursionó en el arte, haciendo de la pintura su
nicho consagratorio. “El arte es largo”, dijo, y así ha sido hasta hoy; desde entonces
Eva y yo vivimos juntos.
Es necesario aclarar que nunca tuvimos hijos ni morimos antes de cumplir
el milenio de vida. Eso fue un invento de los reptilianos, seres malagradecidos
e ingratos a los que Eva, de buen corazón, les dio un cachito de protagonismo
en los gusanos.
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