—A él se le ve que algo raro tiene, que no es un hombre como todos. Parece muy viejo, de unos sesenta y cinco años cuanto menos, un rostro un poco de perro, la nariz larga, aguileña, el corte de cara es... más alargado que redondo, la frente aguda, los cachetes también agudos pero que después se van para adentro de la mandíbula, cóncavos, como los perros.
—¿Y los ojos?
—Oscuros, casi seguro que negros, los entrecierra para enfocar mejor.
Aldonza Lorenzo atrapó la maraña de tiesos cabellos con el percudido pañuelo, se palpó las cicatrices dejadas por las ampollas de pus, obsequio de la viruela contraída en la adolescencia.
—¿Y quién es la tal Dulcinea?
—¡Ay, creatura bendita, qué más da!
La robusta campesina salió a recibir al enjuto anciano, quien se cocía y re cocía dentro del traje de caballero, todo dignidad. Ella lo miró, a la distancia, después fijó la vista un poco más allá, detrás del extravagante hidalgo, para descubrir al más hermoso y redondovalado campesino de toda La Mancha, montado en un burro igual de rollizo. Fue amor a primera vista, y hasta le pareció que redondovalado y jamelgo le sonreían, ruborizando las picadas mejillas de Aldonza.
—¡Oh, fermosa señora y dueña mía!... ¡Del Toboso la sin par, la única, la inigua…
Aldonza apuró el paso ignorando al prosternado y confundido caballero, sin atreverse siquiera a mirarle. El escudero apenas y alcanzó a sujetarse el sombrero, avasallado por el ardoroso beso de Lorenza, que terminó por derribarlo de gusto.
La consternada madre se apuró a levantar al caballero andante, quien estaba demudado, vencido por el mejor enemigo, ese del que no le advirtieron ni los Amadíces, ni Esplandián, ni Rogel ni Belianís de Grecia, ni el Caballero del Febo, Felixmarte de Hircania, Cirongilio de Tracia, Olivante de Laura, el Caballero de la Cruz, los Palmerines, o Tiránt lo Blanc; a quienes retó a duelo allá, en el terreno de los hombres, rogándole a dios repartiera suertes.
Palimpsestos apócrifos (escritos que conservan huellas de un manuscrito anterior: hipertextualización impune e irresponsable) ejercicios de estilo que son responsabilidad mía de principio a fin, incluidos los pecados. Gracias.
martes, 31 de julio de 2018
lunes, 30 de julio de 2018
Mago / Palimpsestos apócrifos
El nigromante destapó el tarro del café y comprobó que no había más de
tres monedas, que no le servirían ni siquiera para tres tristes tortillas.
Retiró la cazuela del fogón, vertió la mitad del puré, y con un cuchillo rebanó
el pedazo de cebolla maloliente, raspó con el resto de la hortaliza el
interior del cuenco, hasta desprenderse los últimos mendrugos de papa,
revuelto con quién sabe qué (¿caca de mosca?), almacenada desde quién sabe
cuándo (¿mil años?).
Abrió el remedo de ventana para ver salir el sol en el horizonte. Se recordó de niño, soñando con ser el mejor de los magos; quizá no del mundo, pero sí de la ciudad. Ahí, desde la memoria, se llevó el potaje a la boca sin respirar, tragando después de tres masticadas para ganarle a la náusea que comenzaba a trepársele por el esófago. Poca cosa comparada con los cientos de bichos tragados ante el asombro de los niños, alargando el acto con la tensión del momento: “…en el milenario y peligroso acto del que sólo Jonás escapó con vida…” niños a quienes terminara de encantar, repitiendo tres veces “¡Magia!... ¡Magia!... ¡Magia!”, después de tragar el insecto en turno.
Cargó otro bocado y le dio las tres masticadas reglamentarias. La mañana se iba encendiendo mientras el sol ganaba altura. Recordó la tarde de su debut, después de elegir los tres trucos más espectaculares. “Mandrake”, dijo antes de comenzar, en la esquina más concurrida de la plaza. Luego de dos asombrosas desapariciones, vino el tercer acto, y principal: transformar una bola de fuego en tres pañuelos, pero ni lo uno ni lo otro sucedió; lo único que logró aparecer fueron la burla y el rebautizo de su flamante nombre de hechicero: “Mierdrake”. Pero ese fracaso había sucedido muchos años atrás, desencanto que logró superar a fuerza de magia.
Luego del magro desayuno caminó hasta el parque para compartir magia a quien la quisiera. El asombro era gratis, el hechicero daba tres pases prodigiosos, repitiendo tres veces “¡Magia!... ¡Magia!... ¡Magia!”, y ésta aparecía por unos segundos, pero no en el truco, sino en el brillo de los ojos de quienes eran testigos de la maravilla. Un instante mágico suficiente para él, quien estaba cierto de que el asombro era el mejor alimento para el alma.
Abrió el remedo de ventana para ver salir el sol en el horizonte. Se recordó de niño, soñando con ser el mejor de los magos; quizá no del mundo, pero sí de la ciudad. Ahí, desde la memoria, se llevó el potaje a la boca sin respirar, tragando después de tres masticadas para ganarle a la náusea que comenzaba a trepársele por el esófago. Poca cosa comparada con los cientos de bichos tragados ante el asombro de los niños, alargando el acto con la tensión del momento: “…en el milenario y peligroso acto del que sólo Jonás escapó con vida…” niños a quienes terminara de encantar, repitiendo tres veces “¡Magia!... ¡Magia!... ¡Magia!”, después de tragar el insecto en turno.
Cargó otro bocado y le dio las tres masticadas reglamentarias. La mañana se iba encendiendo mientras el sol ganaba altura. Recordó la tarde de su debut, después de elegir los tres trucos más espectaculares. “Mandrake”, dijo antes de comenzar, en la esquina más concurrida de la plaza. Luego de dos asombrosas desapariciones, vino el tercer acto, y principal: transformar una bola de fuego en tres pañuelos, pero ni lo uno ni lo otro sucedió; lo único que logró aparecer fueron la burla y el rebautizo de su flamante nombre de hechicero: “Mierdrake”. Pero ese fracaso había sucedido muchos años atrás, desencanto que logró superar a fuerza de magia.
Luego del magro desayuno caminó hasta el parque para compartir magia a quien la quisiera. El asombro era gratis, el hechicero daba tres pases prodigiosos, repitiendo tres veces “¡Magia!... ¡Magia!... ¡Magia!”, y ésta aparecía por unos segundos, pero no en el truco, sino en el brillo de los ojos de quienes eran testigos de la maravilla. Un instante mágico suficiente para él, quien estaba cierto de que el asombro era el mejor alimento para el alma.
viernes, 27 de julio de 2018
Andrógine / Palimpsestos apócrifos
Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la escultura un viejo cantero, en el zaguán de una casa antigua en la calle que desemboca al templo de San Sebastián. Decoraban el frente de la casa distintos tamaños de fino mármol, dispuestos a revelar formas que yo, al salir de clases, me deleitaba imaginando; turgentes posibilidades al interior de los alabastros.
En vacaciones no quise más verano que el ejercicio de la escultura. El viejo cantero no sólo me enseñó la dureza del yeso, sino también la ductilidad del canto. Llegué a sentir en la cantera ese hogar sólido, tan necesario, donde nadie podría hacerme daño; listo para consagrarme en el fino arte de suavizar monolitos, a golpe de caricias.
Llegó epifánico, por la desembocadura de la calle hasta la entrada del taller, la imagen más pura que mis ojos vieran después del mármol. Entramos al recinto. Desconocidos arrebatos florecieron en mi interior ante aquella silueta femeninamente masculina. Me tenía enervado, y terminó de atraparme al quitarse la ropa. Una mirada bastó para comenzar a esculpir la piedra, para deshojar la roca cual suave corteza, al compás del anónimo gobierno de mis manos. En ningún momento aparté la vista de esa epifanía, amartelado de la masculina perfección de aquel cuerpo, tan delicado.
Terminé de labrar la roca, tomé distancia y descubrí el tremendo parecido del relieve con mi persona. Era yo, pétreo, en postura serena, inocente de la maldad del mundo. Cuatro brazos me rodearon por la espalda, acariciándome. Giré para abrazarle, para besarle, para incendiarle hasta convertir el granito en cristal.
La voz del viejo cantero me trajo de vuelta, hallándome abrazado a mi propia escultura, sofocado. Me dijo que estaba listo para asombrar al mundo con mi naturaleza, para liberar del interior del suave mármol mis apetitos e infortunios más puros, aún incomprendidos por hombres y mujeres; solo por otros como yo, andróginos segregados, despreciados desde la creación del mundo, hasta hoy, donde mi otra mitad deambula, extraviada y rabiosa, entre la multitud.
En vacaciones no quise más verano que el ejercicio de la escultura. El viejo cantero no sólo me enseñó la dureza del yeso, sino también la ductilidad del canto. Llegué a sentir en la cantera ese hogar sólido, tan necesario, donde nadie podría hacerme daño; listo para consagrarme en el fino arte de suavizar monolitos, a golpe de caricias.
Llegó epifánico, por la desembocadura de la calle hasta la entrada del taller, la imagen más pura que mis ojos vieran después del mármol. Entramos al recinto. Desconocidos arrebatos florecieron en mi interior ante aquella silueta femeninamente masculina. Me tenía enervado, y terminó de atraparme al quitarse la ropa. Una mirada bastó para comenzar a esculpir la piedra, para deshojar la roca cual suave corteza, al compás del anónimo gobierno de mis manos. En ningún momento aparté la vista de esa epifanía, amartelado de la masculina perfección de aquel cuerpo, tan delicado.
Terminé de labrar la roca, tomé distancia y descubrí el tremendo parecido del relieve con mi persona. Era yo, pétreo, en postura serena, inocente de la maldad del mundo. Cuatro brazos me rodearon por la espalda, acariciándome. Giré para abrazarle, para besarle, para incendiarle hasta convertir el granito en cristal.
La voz del viejo cantero me trajo de vuelta, hallándome abrazado a mi propia escultura, sofocado. Me dijo que estaba listo para asombrar al mundo con mi naturaleza, para liberar del interior del suave mármol mis apetitos e infortunios más puros, aún incomprendidos por hombres y mujeres; solo por otros como yo, andróginos segregados, despreciados desde la creación del mundo, hasta hoy, donde mi otra mitad deambula, extraviada y rabiosa, entre la multitud.
jueves, 26 de julio de 2018
Gramático / Palimpsestos apócrifos
Los dueños de Capusla suelen mirar a su alrededor y después concluir:
—Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí.
Capusla es ciudad chica (o pueblo grande, según el nivel de los complejos), mal organizada y con anhelos ostentosos e indignos. Es la capital más pobre de la república de Capuslavia, pero tiene Facultades por las que han pasado insignes paisanos, y anfiteatros restaurados donde conviven ruinas modernas sobre arruinadas ruinas.
"Si Capusla no es el referente cultural de América, es nomás porque el arte y la cultura ha ido de los argumentos y la acción, a los pretextos y la simulación más absurdas. Por tales motivos ni Capusla, ni ninguna otra ciudad, puede declararse capital mundial de maldita sea la cosa", apuntó el hostelero.
Leonardo escuchaba sin escuchar. Tenía prisa por hospedarse y escribir la enésima carta al monarca en turno. El verboso anfitrión le ofreció un mensajero, cortesía del hostal. Entonces Leonardo, veloz, escribió:
—Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí.
Capusla es ciudad chica (o pueblo grande, según el nivel de los complejos), mal organizada y con anhelos ostentosos e indignos. Es la capital más pobre de la república de Capuslavia, pero tiene Facultades por las que han pasado insignes paisanos, y anfiteatros restaurados donde conviven ruinas modernas sobre arruinadas ruinas.
"Si Capusla no es el referente cultural de América, es nomás porque el arte y la cultura ha ido de los argumentos y la acción, a los pretextos y la simulación más absurdas. Por tales motivos ni Capusla, ni ninguna otra ciudad, puede declararse capital mundial de maldita sea la cosa", apuntó el hostelero.
Leonardo escuchaba sin escuchar. Tenía prisa por hospedarse y escribir la enésima carta al monarca en turno. El verboso anfitrión le ofreció un mensajero, cortesía del hostal. Entonces Leonardo, veloz, escribió:
…no.ccheesu.al.aaachlnrt.de.acilno.aelst.no.es.a.el.a.
einqu.el.ceeeenprt.el.fortuu.inos.a.mi.abceeimr.a.al.
abddeerv.y.es.lo.edeemorst.aaeeemnntt.adelnroo.
Instalado y a la espera de respuesta, fijó la vista en el horizonte, sobre El Corcopoia, lustroso monumento local. Luego de unos segundos se prometió —si la suerte le sonreía—, inventar el artefacto idóneo para derribarlo.
Dentro de palacio el gobernador, semidesnudo, miró la nota, la dejó sobre la mesa, la giró, la volvió a levantar para mirarla a contraluz. Después mandó llamar a sus asesores, quienes lidiaron con el papel sin poder descifrar el escrito, aconsejando al monarca solicitar un mensaje más claro al remitente.
El mensajero regresó con la mala nueva. Leonardo, furioso, escribió lo que hasta hoy es el documento más raro del que se tenga memoria, exhibida en una sala especial, en el archivo histórico de Capusla:
...destu.es.al.aenoprs.ams.adeejnp.del.equ.aegnt.
aeimmro.aers.acdderroo.opr.bdeeeinot.y.cdiiluor.el.
bfnou.el.acellmosu.el.aaacllmmos.ams.bceiiml.de.al.
aaccmor.aoprt.y.el.fortuu.es.av.cgimnoo.
El gobernante recibió la nota, pero ni se molestó en mirarla, se le hacía tarde para presumir a los capuslenses su nuevo guardarropa.
miércoles, 25 de julio de 2018
Cínico / Palimpsestos apócrifos
Volvió con los primeros rayos de sol tras de sí. Balto, su perro, lo esperaba sentado a un costado del cascarón industrial donde llevaban dos días estacionados. La lámpara de gas empezaba a extinguirse. Diógenes comprendió que su perro no había dejado de esperarlo un segundo en la noche lunar. Le hizo un gesto tranquilizador que Balto no respondió. Fijó los ojos asustados en el bulto de tela roja que llevaba en la mano, apretó la quijada y se puso a chillar. Diógenes lo asió por el lomo con un cariño profundo. Exhalaba un tufo agrio.
Afuera lo buscaban máquinas sofisticadas, sin éxito. Era el más mortal sobre la Tierra, y su fama cruzaba veloz las agrestes geografías donde los humanos en resistencia se ocultaban de HAL 9000, la computadora cuántica que experimentaba nuevos algoritmos para dominar hasta la última célula viva de la galaxia.
Perro y humano compartieron la última ración de bayas. No había más, pero era incomparable con la libertad ganada, lejos de las máquinas y las trampas utilizadas para atraer individuos distraídos, disfrazando la lujuria y la gula entre las iridiscentes luces de una metrópoli huérfana de humanidad, pero repleta de sensores comunicados directamente con la estación orbital gobernada por HAL.
Diógenes supo que la humanidad estaba perdida desde antes de ser subyugada por las máquinas. No fue la tecnología el problema, sino la soberbia, la envidia y la codicia, que terminó por hacerlos perezosos e inhumanos.
Reventó la última cápsula de gas dentro de la lámpara, decidido a encontrar a ese hombre honesto de cabo a rabo, portador de la esperanza humana. También HAL 9000 quería encontrarlo, y para eso terminó la construcción de un androide diseñado para entrampar a Diógenes, propósito que fallaría al colapsar el autómata en su algoritmo elemental, enfrentado a la sabiduría del más grande cínico de la galaxia.
Afuera lo buscaban máquinas sofisticadas, sin éxito. Era el más mortal sobre la Tierra, y su fama cruzaba veloz las agrestes geografías donde los humanos en resistencia se ocultaban de HAL 9000, la computadora cuántica que experimentaba nuevos algoritmos para dominar hasta la última célula viva de la galaxia.
Perro y humano compartieron la última ración de bayas. No había más, pero era incomparable con la libertad ganada, lejos de las máquinas y las trampas utilizadas para atraer individuos distraídos, disfrazando la lujuria y la gula entre las iridiscentes luces de una metrópoli huérfana de humanidad, pero repleta de sensores comunicados directamente con la estación orbital gobernada por HAL.
Diógenes supo que la humanidad estaba perdida desde antes de ser subyugada por las máquinas. No fue la tecnología el problema, sino la soberbia, la envidia y la codicia, que terminó por hacerlos perezosos e inhumanos.
Reventó la última cápsula de gas dentro de la lámpara, decidido a encontrar a ese hombre honesto de cabo a rabo, portador de la esperanza humana. También HAL 9000 quería encontrarlo, y para eso terminó la construcción de un androide diseñado para entrampar a Diógenes, propósito que fallaría al colapsar el autómata en su algoritmo elemental, enfrentado a la sabiduría del más grande cínico de la galaxia.
martes, 24 de julio de 2018
SOVREUC / Palimpsestos apócrifos
En el año 32 Homero de Souza, ciego de los ojos, y yo, músico de oído, hicimos amistad y una gira. Él recitaba poesía y yo tocaba el laúd. Llegamos a un pueblo donde Homero tenía muchas amigas, y en seguida fuimos a ver a la dueña del salón; era una mujer espigada, educadísima, usaba las uñas largas y no nos quiso cobrar ni el alquiler, ni la luz, ni los programas. Las amigas de mi amigo consiguieron que el club de tiro, los ejidatarios más connotados, las cantinas y el comité de padres de familia de la biblioteca, compraran las entradas. Se vendieron todas y nosotros nos quedamos sin hacer nada.
Bueno, casi nada, porque mi amigo se fue con la dueña a probar la acústica del lugar, y yo, sin algo mejor que hacer, me puse a ensayar para acompañar al talentoso poeta, orgullo de la costa chica. Faltaba un día para la función, pero practiqué como si fuera cuestión de minutos, sin pausa.
Ese día no vi a mi amigo, quien apareció momentos antes de la función, con una palidez fantasmal. De la impresión solté el laúd, y podría jurar que él vio, ¡sí, vio!, porque atrapó el instrumento al vuelo. “¿Miras, amigo?” le dije, impresionado. Homero de Souza lo negó, enfático: “Soy ciego de los ojos, y nada más”.
El lugar estaba abarrotado, la crema y nata del pueblo se había dado cita para disfrutar lo prometido en el programa. “Un recital sólo para sus ojos”. La dueña del teatro, acompañada de las amigas de mi amigo (todas vestidas de negro), cambió mi viejo laúd por uno nuevo. “Toca”, me dijo con su educada voz, que terminó en leve graznido.
Pulsé la primera nota y cada gramo de mi ser vibró de singular manera; después me fue imposible parar. Poseído por el laúd toqué y toqué, mientras veía sobre el escenario a la espigada dama y demás mujeres transformarse en enormes cuervos.
Al público -abiertos los ojos por la magia del laúd-, les fueron devoradas las órbitas, sin prisa, mientras mi amigo recitaba el suceso cual si fuera una epopeya, arengando la voluntad de la parvada.
Al público -abiertos los ojos por la magia del laúd-, les fueron devoradas las órbitas, sin prisa, mientras mi amigo recitaba el suceso cual si fuera una epopeya, arengando la voluntad de la parvada.
viernes, 20 de julio de 2018
Infusiones / Palimpsestos apócrifos
La cueva se alumbraba por un leño de ocote. En un rincón descansaban un molde de hierro, una cuchilla, una plancha de vapor, una lengüeta metálica y otras herramientas de formado y modelado. Del techo pendían cuerdas sosteniendo el viejo molde de adobes, que servía de cama, y sobre mantas y desteñidas hilachas descansaba la cabeza de un chimpancé. El Sombrerero frotó el fieltro, lo ciñó a su cabeza y terminó la taza de té. Delgado, mediano, de faz mortecina, sin pelo de barba, vestía un traje bermellón y carmesí.
Salió paso a paso de la cueva, desapareciendo en la oscuridad impenetrable de la noche.
Francisco llegó minutos después atraído por la luz. Andrajoso, casi en los huesos, hurgó buscando algo para comer. Solo halló retazos de forros, cueros y fieltros, y muchos tarros de té. La lumbre del ocote proyectaba formas caprichosas en la pared. Después de huir por semanas, pensó le vendría bien un té caliente, algo que hacía varios años no saboreaba, desde su llegada al territorio Inca.
Colocó un sucio frasco de vidrio sobre la brasa aún viva, atizando el fuego. Minutos después el vapor de mercurio invadía el aire, aturdiendo al intruso sin hacerle perder el sentido. Las alucinaciones llegaron con la cabeza de Tupac Amaru flotando frente a él, severo. Francisco, a falta de espada, quiso atrapar el rostro fugaz, yéndose de bruces. Al reincorporarse halló de frente al Sombrerero, quien le sonreía mientras sacaba chambergos de todo tipo. Sombras de cientos de cabezas cercenadas por Pizarro, en nombre de Dios y del Rey, lo miraban desde la pared.
El Sombrerero, extasiado de contar con tan dispuesta visita, acomodó las cofias en el suelo. Francisco, babeante, salía de un sombrero para meterse en otro, cual agujeros de gusano, hasta ver a lo lejos su cuerpo decapitado. De su boca salieron burbujas de colores con palabras dentro iguales a caramelos, frágiles. Qué lejos estaba de su cuerpo, y más de la vieja patria.
El sombrerero, travieso, preparaba la enorme tijera mientras bebía la mercurial sustancia, absorto en el crepitar del ocote.
Salió paso a paso de la cueva, desapareciendo en la oscuridad impenetrable de la noche.
Francisco llegó minutos después atraído por la luz. Andrajoso, casi en los huesos, hurgó buscando algo para comer. Solo halló retazos de forros, cueros y fieltros, y muchos tarros de té. La lumbre del ocote proyectaba formas caprichosas en la pared. Después de huir por semanas, pensó le vendría bien un té caliente, algo que hacía varios años no saboreaba, desde su llegada al territorio Inca.
Colocó un sucio frasco de vidrio sobre la brasa aún viva, atizando el fuego. Minutos después el vapor de mercurio invadía el aire, aturdiendo al intruso sin hacerle perder el sentido. Las alucinaciones llegaron con la cabeza de Tupac Amaru flotando frente a él, severo. Francisco, a falta de espada, quiso atrapar el rostro fugaz, yéndose de bruces. Al reincorporarse halló de frente al Sombrerero, quien le sonreía mientras sacaba chambergos de todo tipo. Sombras de cientos de cabezas cercenadas por Pizarro, en nombre de Dios y del Rey, lo miraban desde la pared.
El Sombrerero, extasiado de contar con tan dispuesta visita, acomodó las cofias en el suelo. Francisco, babeante, salía de un sombrero para meterse en otro, cual agujeros de gusano, hasta ver a lo lejos su cuerpo decapitado. De su boca salieron burbujas de colores con palabras dentro iguales a caramelos, frágiles. Qué lejos estaba de su cuerpo, y más de la vieja patria.
El sombrerero, travieso, preparaba la enorme tijera mientras bebía la mercurial sustancia, absorto en el crepitar del ocote.
jueves, 19 de julio de 2018
Pankrátion / Palimpsestos apócrifos
El cuadrilátero de la muerte estará lleno de sorpresas. El pancracio nunca dejará de asombrarnos, con independencia de si usas máscara, luces cabellera cavernícola, o sedosa y colorida mata exótica. En cada circunstancia, sí importará la facha que llevemos puesta. En mi caso bastará con un simple bofetón que dejará mi rostro cubierto de sangre, y hará que se me pegue la máscara a la piel llagada, sin poder desprenderse de mi sanguinolento rostro. En un santiamén quedará la impostura del personaje que en ese momento estrenaré... lo que me distinguirá durante las tres caídas hasta mi escape del infierno.
Mi primer enemigo será Iván el Terrible, que contará en su haber con la conquista de pueblos enteros, sin dejar uno solo vivo, víctimas que gritarán su nombre desde la penumbra. Venceré al maldito psicópata con una palanca al brazo, que le arrancaré y ensartaré en la garganta, derribándolo con la más pesada e infernal imprenta de la que se tenga memoria.
El segundo será anunciado como “el azote de Dios”. Dicho lo anterior por el vocero del averno, se incendiará de feroz manera el exterior del cuadrilátero. De las llamas emergerá Atila, entre gritos y ayes de legítimo sufrimiento. No esperará los infernales protocolos, lanzándose sobre mis genitales, que intentará arrancar a mordidas con su temible dentadura igual a la del rabioso can Cerbero. Lo eliminaré cruzando el brazo sobre su cuello, en un candado mortal, y meteré una pluma del ala de un ángel en su boca.
El tercero será diabólicamente engañoso, y gozará de multitudinario desprecio. “¡Genghiiiisss Khaaannnn!” gritará el agorero del diablo. Más de sesenta millones de almas escupirán su nombre, aventarán desperdicios sobre el pancracio donde él, imperturbable, me atacará con el mongólico filo de su mirada. Esquivaré las dagas extirpando sus ojos desde la raíz. Saldré con varios dedos cercenados, aunque vencedor.
¿Mi nombre? No importa, alcanzaré de nuevo el estadio de la vida, y me arrepentiré amargamente de tal osadía, porque después hasta la muerte se olvidará de mí.
Mi primer enemigo será Iván el Terrible, que contará en su haber con la conquista de pueblos enteros, sin dejar uno solo vivo, víctimas que gritarán su nombre desde la penumbra. Venceré al maldito psicópata con una palanca al brazo, que le arrancaré y ensartaré en la garganta, derribándolo con la más pesada e infernal imprenta de la que se tenga memoria.
El segundo será anunciado como “el azote de Dios”. Dicho lo anterior por el vocero del averno, se incendiará de feroz manera el exterior del cuadrilátero. De las llamas emergerá Atila, entre gritos y ayes de legítimo sufrimiento. No esperará los infernales protocolos, lanzándose sobre mis genitales, que intentará arrancar a mordidas con su temible dentadura igual a la del rabioso can Cerbero. Lo eliminaré cruzando el brazo sobre su cuello, en un candado mortal, y meteré una pluma del ala de un ángel en su boca.
El tercero será diabólicamente engañoso, y gozará de multitudinario desprecio. “¡Genghiiiisss Khaaannnn!” gritará el agorero del diablo. Más de sesenta millones de almas escupirán su nombre, aventarán desperdicios sobre el pancracio donde él, imperturbable, me atacará con el mongólico filo de su mirada. Esquivaré las dagas extirpando sus ojos desde la raíz. Saldré con varios dedos cercenados, aunque vencedor.
¿Mi nombre? No importa, alcanzaré de nuevo el estadio de la vida, y me arrepentiré amargamente de tal osadía, porque después hasta la muerte se olvidará de mí.
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