La defensa estaba cerrada con odio y con piedras, como si sobre el perímetro del área y la portería se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan Maldini, el Eterno. Jamás una estratagema semejante, hecha de formaciones incomprensibles, inabarcables. Los troncos y las piedras se mueven un milímetro por siglo. Pero esta alineación no se alteraba, este odio venía de lo más lejano y lo más bárbaro.
Paolo comandaba ese bastión antiguo, listo para recibir por enésima vez al ídolo Todopoderoso en turno, listo para arrojar el polvo aprisionado en los puños endurecidos a fuerza de estrellarse contra los mejores, astros de fulminante ataque. Era Paolo el más deseado por los dioses y las diosas del sacrosanto llano. Entonces, ¿cómo penetrar el farallón terrible, seco y obtuso, de su mirada?
La respuesta vino desde la delicada furia de una hembra, quien susurró al oído del atroz enemigo, el secreto para derribar aquello tan colosal, tan Maldini. Instante al que asistimos todos, escena detenida en la memoria, pasmada en la garganta de aquellos miles que fuimos uno.
El ariete secreto llegó en forma de una pelota redonda y caprichosa, animadora de campales epopeyas. Balón de belleza inaudita que apareció rodando, dócil, hasta el límite del área donde el curioso defensor la revisó, hallando algo escrito entre las costuras de los gajos:
“Para el más bello”, anunció el guerrero.
Al pronunciar esas palabras, sin quererlo, desató un peligroso conjuro, una esencia que agitó la vanidad y provocó la discordia entre los defensores -hasta ese instante-, imbatibles.
Cada uno consideró ser merecedor de la envenenada distinción, descuidando el trabuco defensivo. Paolo Maldini, dueño de un corazón de dragón inmune a los halagos, saltó desde el extremo izquierdo hasta donde el balón para arrancarlo de entre los aturdidos compañeros, igual que contra los más peligrosos atacantes que habitaron su tiempo, aquellos nombrados dioses, semidioses, fenómenos, divinos, saetas, barriletes cósmicos, reyes, killers, terribles y genios.
A todos enfrentó y a todos venció, feroz.
Paolo comandaba ese bastión antiguo, listo para recibir por enésima vez al ídolo Todopoderoso en turno, listo para arrojar el polvo aprisionado en los puños endurecidos a fuerza de estrellarse contra los mejores, astros de fulminante ataque. Era Paolo el más deseado por los dioses y las diosas del sacrosanto llano. Entonces, ¿cómo penetrar el farallón terrible, seco y obtuso, de su mirada?
La respuesta vino desde la delicada furia de una hembra, quien susurró al oído del atroz enemigo, el secreto para derribar aquello tan colosal, tan Maldini. Instante al que asistimos todos, escena detenida en la memoria, pasmada en la garganta de aquellos miles que fuimos uno.
El ariete secreto llegó en forma de una pelota redonda y caprichosa, animadora de campales epopeyas. Balón de belleza inaudita que apareció rodando, dócil, hasta el límite del área donde el curioso defensor la revisó, hallando algo escrito entre las costuras de los gajos:
“Para el más bello”, anunció el guerrero.
Al pronunciar esas palabras, sin quererlo, desató un peligroso conjuro, una esencia que agitó la vanidad y provocó la discordia entre los defensores -hasta ese instante-, imbatibles.
Cada uno consideró ser merecedor de la envenenada distinción, descuidando el trabuco defensivo. Paolo Maldini, dueño de un corazón de dragón inmune a los halagos, saltó desde el extremo izquierdo hasta donde el balón para arrancarlo de entre los aturdidos compañeros, igual que contra los más peligrosos atacantes que habitaron su tiempo, aquellos nombrados dioses, semidioses, fenómenos, divinos, saetas, barriletes cósmicos, reyes, killers, terribles y genios.
A todos enfrentó y a todos venció, feroz.
Muy buena mi master. Desde el último bastión antes de coronar
ResponderBorrarSaludos, contador!
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