Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la escultura un viejo cantero, en el zaguán de una casa antigua en la calle que desemboca al templo de San Sebastián. Decoraban el frente de la casa distintos tamaños de fino mármol, dispuestos a revelar formas que yo, al salir de clases, me deleitaba imaginando; turgentes posibilidades al interior de los alabastros.
En vacaciones no quise más verano que el ejercicio de la escultura. El viejo cantero no sólo me enseñó la dureza del yeso, sino también la ductilidad del canto. Llegué a sentir en la cantera ese hogar sólido, tan necesario, donde nadie podría hacerme daño; listo para consagrarme en el fino arte de suavizar monolitos, a golpe de caricias.
Llegó epifánico, por la desembocadura de la calle hasta la entrada del taller, la imagen más pura que mis ojos vieran después del mármol. Entramos al recinto. Desconocidos arrebatos florecieron en mi interior ante aquella silueta femeninamente masculina. Me tenía enervado, y terminó de atraparme al quitarse la ropa. Una mirada bastó para comenzar a esculpir la piedra, para deshojar la roca cual suave corteza, al compás del anónimo gobierno de mis manos. En ningún momento aparté la vista de esa epifanía, amartelado de la masculina perfección de aquel cuerpo, tan delicado.
Terminé de labrar la roca, tomé distancia y descubrí el tremendo parecido del relieve con mi persona. Era yo, pétreo, en postura serena, inocente de la maldad del mundo. Cuatro brazos me rodearon por la espalda, acariciándome. Giré para abrazarle, para besarle, para incendiarle hasta convertir el granito en cristal.
La voz del viejo cantero me trajo de vuelta, hallándome abrazado a mi propia escultura, sofocado. Me dijo que estaba listo para asombrar al mundo con mi naturaleza, para liberar del interior del suave mármol mis apetitos e infortunios más puros, aún incomprendidos por hombres y mujeres; solo por otros como yo, andróginos segregados, despreciados desde la creación del mundo, hasta hoy, donde mi otra mitad deambula, extraviada y rabiosa, entre la multitud.
En vacaciones no quise más verano que el ejercicio de la escultura. El viejo cantero no sólo me enseñó la dureza del yeso, sino también la ductilidad del canto. Llegué a sentir en la cantera ese hogar sólido, tan necesario, donde nadie podría hacerme daño; listo para consagrarme en el fino arte de suavizar monolitos, a golpe de caricias.
Llegó epifánico, por la desembocadura de la calle hasta la entrada del taller, la imagen más pura que mis ojos vieran después del mármol. Entramos al recinto. Desconocidos arrebatos florecieron en mi interior ante aquella silueta femeninamente masculina. Me tenía enervado, y terminó de atraparme al quitarse la ropa. Una mirada bastó para comenzar a esculpir la piedra, para deshojar la roca cual suave corteza, al compás del anónimo gobierno de mis manos. En ningún momento aparté la vista de esa epifanía, amartelado de la masculina perfección de aquel cuerpo, tan delicado.
Terminé de labrar la roca, tomé distancia y descubrí el tremendo parecido del relieve con mi persona. Era yo, pétreo, en postura serena, inocente de la maldad del mundo. Cuatro brazos me rodearon por la espalda, acariciándome. Giré para abrazarle, para besarle, para incendiarle hasta convertir el granito en cristal.
La voz del viejo cantero me trajo de vuelta, hallándome abrazado a mi propia escultura, sofocado. Me dijo que estaba listo para asombrar al mundo con mi naturaleza, para liberar del interior del suave mármol mis apetitos e infortunios más puros, aún incomprendidos por hombres y mujeres; solo por otros como yo, andróginos segregados, despreciados desde la creación del mundo, hasta hoy, donde mi otra mitad deambula, extraviada y rabiosa, entre la multitud.
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