“Para nacer de nuevo –hablaba El Viajero del Tiempo mientras caía de los cielos haciendo piruetas– primero tienes que morir. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno del planeta Ahch-To, primero tienes que volar. ¡Ta-taa! ¡Tackachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, caballero Jedi, sin un suspiro? Yoda, si quieres volver a nacer…” Amanecía apenas un día de invierno, hacia Año Nuevo o por ahí, cuando El Viajero del Tiempo y Yoda caían desde gran altura, ocho mil setecientos metros, hacia las rocas, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo una lluvia de diamantes.
Segundos atrás La Máquina del Tiempo había decidido posarse en el lugar menos pensado. La última modificación en el mecanismo espacio-temporal fue travesura del mismísimo maestro Yoda, pero niño, quien gustaba de la literatura y de sus mundos, programando la compleja maquinaria de metal y cristal de roca para saltar de libro en libro, a través de la geometría espacio-temporal.
El Viajero del Tiempo no advirtió la sutil variación. Solo podía transitar un pasajero a la vez, pero el maestro Yoda era tan compacto, que pronto halló acomodo sobre el respaldo de la silla con incrustaciones de marfil.
“900 años ayer cumplí, al rey Salomón conocer quiero”, expresó el antiguo caballero Jedi. El Viajero del Tiempo hizo girar el dial seleccionando el mundo: Tierra; el sitio: Jerusalén; el año: 900 a. de C. Los complejos engranajes ajustaron las coordenadas repetidas veces. Una vez calibrado comenzó el zangoloteo, que pronto se transformó en una frecuencia que calaba los músculos y huesos de los navegantes.
De a poco el prodigioso aparato se detuvo sobre la enorme alfombra mágica del rey Salomón, quien, al sentir la considerable pérdida de altura y de velocidad, ordenó a su séquito expulsar a los intrusos, sin imaginar que, de los dos, uno viviría para contarlo.
Segundos atrás La Máquina del Tiempo había decidido posarse en el lugar menos pensado. La última modificación en el mecanismo espacio-temporal fue travesura del mismísimo maestro Yoda, pero niño, quien gustaba de la literatura y de sus mundos, programando la compleja maquinaria de metal y cristal de roca para saltar de libro en libro, a través de la geometría espacio-temporal.
El Viajero del Tiempo no advirtió la sutil variación. Solo podía transitar un pasajero a la vez, pero el maestro Yoda era tan compacto, que pronto halló acomodo sobre el respaldo de la silla con incrustaciones de marfil.
“900 años ayer cumplí, al rey Salomón conocer quiero”, expresó el antiguo caballero Jedi. El Viajero del Tiempo hizo girar el dial seleccionando el mundo: Tierra; el sitio: Jerusalén; el año: 900 a. de C. Los complejos engranajes ajustaron las coordenadas repetidas veces. Una vez calibrado comenzó el zangoloteo, que pronto se transformó en una frecuencia que calaba los músculos y huesos de los navegantes.
De a poco el prodigioso aparato se detuvo sobre la enorme alfombra mágica del rey Salomón, quien, al sentir la considerable pérdida de altura y de velocidad, ordenó a su séquito expulsar a los intrusos, sin imaginar que, de los dos, uno viviría para contarlo.
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