En el año 32 Homero de Souza, ciego de los ojos, y yo, músico de oído, hicimos amistad y una gira. Él recitaba poesía y yo tocaba el laúd. Llegamos a un pueblo donde Homero tenía muchas amigas, y en seguida fuimos a ver a la dueña del salón; era una mujer espigada, educadísima, usaba las uñas largas y no nos quiso cobrar ni el alquiler, ni la luz, ni los programas. Las amigas de mi amigo consiguieron que el club de tiro, los ejidatarios más connotados, las cantinas y el comité de padres de familia de la biblioteca, compraran las entradas. Se vendieron todas y nosotros nos quedamos sin hacer nada.
Bueno, casi nada, porque mi amigo se fue con la dueña a probar la acústica del lugar, y yo, sin algo mejor que hacer, me puse a ensayar para acompañar al talentoso poeta, orgullo de la costa chica. Faltaba un día para la función, pero practiqué como si fuera cuestión de minutos, sin pausa.
Ese día no vi a mi amigo, quien apareció momentos antes de la función, con una palidez fantasmal. De la impresión solté el laúd, y podría jurar que él vio, ¡sí, vio!, porque atrapó el instrumento al vuelo. “¿Miras, amigo?” le dije, impresionado. Homero de Souza lo negó, enfático: “Soy ciego de los ojos, y nada más”.
El lugar estaba abarrotado, la crema y nata del pueblo se había dado cita para disfrutar lo prometido en el programa. “Un recital sólo para sus ojos”. La dueña del teatro, acompañada de las amigas de mi amigo (todas vestidas de negro), cambió mi viejo laúd por uno nuevo. “Toca”, me dijo con su educada voz, que terminó en leve graznido.
Pulsé la primera nota y cada gramo de mi ser vibró de singular manera; después me fue imposible parar. Poseído por el laúd toqué y toqué, mientras veía sobre el escenario a la espigada dama y demás mujeres transformarse en enormes cuervos.
Al público -abiertos los ojos por la magia del laúd-, les fueron devoradas las órbitas, sin prisa, mientras mi amigo recitaba el suceso cual si fuera una epopeya, arengando la voluntad de la parvada.
Al público -abiertos los ojos por la magia del laúd-, les fueron devoradas las órbitas, sin prisa, mientras mi amigo recitaba el suceso cual si fuera una epopeya, arengando la voluntad de la parvada.
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