En un lugar de la Alemania nazi, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía una niña de mirada clara, tinta pródiga, mesa vetusta y artrópodos agazapados. Una olla de algo parecido a mendrugos en las noches, los sábados, los viernes y los domingos, consumían las tres partes de la mísera despensa.
Frisaba la edad de quince años, era de complexión menuda, seca de carnes, enjuta de rostro; gran imaginante y escritora en ciernes. Era judía y se llamaba Anne Frank.
En una noche tenebrosa leía las últimas notas de su diario, cuando sobre el dintel de la diminuta ventana se posó un cuervo. Imposible esa presencia dentro del sótano clandestino. Espeluznada, Anne garabateó la silueta del ave oscura en su diario. El truhan comenzó a picotear el cristal con inusitada fuerza. Afuera caminaban los otros, quienes desconocían el anónimo refugio.
Anne le rogó con la mirada detenerse. El cuervo cesó el golpeteo. Ella, conmovida, le preguntó quién era, aun cuando le resultara ilógico hablarle a un pájaro. Éste, con un graznido diabólico, respondió: “¡Nunca más!”
El corazón de Anne era una locomotora. El sudor frío, la palidez y la angustia la invadieron. Bastante era vivir oculta con sus miedos. “Pájaro o demonio, arrojado a este refugio, a este hogar hechizado por el espanto, dime, ¿acabará pronto esta guerra absurda?” El cuervo dijo: “¡Nunca más!”
La piel de Anne se fue helando, sus ojos se extraviaron en una visión atómica. Reaccionó, gritando: “¡Vete, oscuro pájaro de la noche!... ¡Deja mi soledad ilesa!... ¡Aparta tu pico de mi alma!... ¡Vete de regreso a la sombra del infierno! El cuervo contestó: “¡Nunca más!”.
Aún continúa posado sobre el dintel de la ventana en el frío de la tiniebla molecular, trazado en el diario de Anne, a donde llegó para no irse… ¡Nunca más!
Frisaba la edad de quince años, era de complexión menuda, seca de carnes, enjuta de rostro; gran imaginante y escritora en ciernes. Era judía y se llamaba Anne Frank.
En una noche tenebrosa leía las últimas notas de su diario, cuando sobre el dintel de la diminuta ventana se posó un cuervo. Imposible esa presencia dentro del sótano clandestino. Espeluznada, Anne garabateó la silueta del ave oscura en su diario. El truhan comenzó a picotear el cristal con inusitada fuerza. Afuera caminaban los otros, quienes desconocían el anónimo refugio.
Anne le rogó con la mirada detenerse. El cuervo cesó el golpeteo. Ella, conmovida, le preguntó quién era, aun cuando le resultara ilógico hablarle a un pájaro. Éste, con un graznido diabólico, respondió: “¡Nunca más!”
El corazón de Anne era una locomotora. El sudor frío, la palidez y la angustia la invadieron. Bastante era vivir oculta con sus miedos. “Pájaro o demonio, arrojado a este refugio, a este hogar hechizado por el espanto, dime, ¿acabará pronto esta guerra absurda?” El cuervo dijo: “¡Nunca más!”
La piel de Anne se fue helando, sus ojos se extraviaron en una visión atómica. Reaccionó, gritando: “¡Vete, oscuro pájaro de la noche!... ¡Deja mi soledad ilesa!... ¡Aparta tu pico de mi alma!... ¡Vete de regreso a la sombra del infierno! El cuervo contestó: “¡Nunca más!”.
Aún continúa posado sobre el dintel de la ventana en el frío de la tiniebla molecular, trazado en el diario de Anne, a donde llegó para no irse… ¡Nunca más!
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*Palimpsestos apócrifos (escritos que conservan huellas de un manuscrito anterior: hipertextualización impune e irresponsable) ejercicios de estilo que son responsabilidad mía de principio a fin, incluidos los pecados. Gracias.
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