—A él se le ve que algo raro tiene, que no es un hombre como todos. Parece muy viejo, de unos sesenta y cinco años cuanto menos, un rostro un poco de perro, la nariz larga, aguileña, el corte de cara es... más alargado que redondo, la frente aguda, los cachetes también agudos pero que después se van para adentro de la mandíbula, cóncavos, como los perros.
—¿Y los ojos?
—Oscuros, casi seguro que negros, los entrecierra para enfocar mejor.
Aldonza Lorenzo atrapó la maraña de tiesos cabellos con el percudido pañuelo, se palpó las cicatrices dejadas por las ampollas de pus, obsequio de la viruela contraída en la adolescencia.
—¿Y quién es la tal Dulcinea?
—¡Ay, creatura bendita, qué más da!
La robusta campesina salió a recibir al enjuto anciano, quien se cocía y re cocía dentro del traje de caballero, todo dignidad. Ella lo miró, a la distancia, después fijó la vista un poco más allá, detrás del extravagante hidalgo, para descubrir al más hermoso y redondovalado campesino de toda La Mancha, montado en un burro igual de rollizo. Fue amor a primera vista, y hasta le pareció que redondovalado y jamelgo le sonreían, ruborizando las picadas mejillas de Aldonza.
—¡Oh, fermosa señora y dueña mía!... ¡Del Toboso la sin par, la única, la inigua…
Aldonza apuró el paso ignorando al prosternado y confundido caballero, sin atreverse siquiera a mirarle. El escudero apenas y alcanzó a sujetarse el sombrero, avasallado por el ardoroso beso de Lorenza, que terminó por derribarlo de gusto.
La consternada madre se apuró a levantar al caballero andante, quien estaba demudado, vencido por el mejor enemigo, ese del que no le advirtieron ni los Amadíces, ni Esplandián, ni Rogel ni Belianís de Grecia, ni el Caballero del Febo, Felixmarte de Hircania, Cirongilio de Tracia, Olivante de Laura, el Caballero de la Cruz, los Palmerines, o Tiránt lo Blanc; a quienes retó a duelo allá, en el terreno de los hombres, rogándole a dios repartiera suertes.
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