El nigromante destapó el tarro del café y comprobó que no había más de
tres monedas, que no le servirían ni siquiera para tres tristes tortillas.
Retiró la cazuela del fogón, vertió la mitad del puré, y con un cuchillo rebanó
el pedazo de cebolla maloliente, raspó con el resto de la hortaliza el
interior del cuenco, hasta desprenderse los últimos mendrugos de papa,
revuelto con quién sabe qué (¿caca de mosca?), almacenada desde quién sabe
cuándo (¿mil años?).
Abrió el remedo de ventana para ver salir el sol en el horizonte. Se recordó de niño, soñando con ser el mejor de los magos; quizá no del mundo, pero sí de la ciudad. Ahí, desde la memoria, se llevó el potaje a la boca sin respirar, tragando después de tres masticadas para ganarle a la náusea que comenzaba a trepársele por el esófago. Poca cosa comparada con los cientos de bichos tragados ante el asombro de los niños, alargando el acto con la tensión del momento: “…en el milenario y peligroso acto del que sólo Jonás escapó con vida…” niños a quienes terminara de encantar, repitiendo tres veces “¡Magia!... ¡Magia!... ¡Magia!”, después de tragar el insecto en turno.
Cargó otro bocado y le dio las tres masticadas reglamentarias. La mañana se iba encendiendo mientras el sol ganaba altura. Recordó la tarde de su debut, después de elegir los tres trucos más espectaculares. “Mandrake”, dijo antes de comenzar, en la esquina más concurrida de la plaza. Luego de dos asombrosas desapariciones, vino el tercer acto, y principal: transformar una bola de fuego en tres pañuelos, pero ni lo uno ni lo otro sucedió; lo único que logró aparecer fueron la burla y el rebautizo de su flamante nombre de hechicero: “Mierdrake”. Pero ese fracaso había sucedido muchos años atrás, desencanto que logró superar a fuerza de magia.
Luego del magro desayuno caminó hasta el parque para compartir magia a quien la quisiera. El asombro era gratis, el hechicero daba tres pases prodigiosos, repitiendo tres veces “¡Magia!... ¡Magia!... ¡Magia!”, y ésta aparecía por unos segundos, pero no en el truco, sino en el brillo de los ojos de quienes eran testigos de la maravilla. Un instante mágico suficiente para él, quien estaba cierto de que el asombro era el mejor alimento para el alma.
Abrió el remedo de ventana para ver salir el sol en el horizonte. Se recordó de niño, soñando con ser el mejor de los magos; quizá no del mundo, pero sí de la ciudad. Ahí, desde la memoria, se llevó el potaje a la boca sin respirar, tragando después de tres masticadas para ganarle a la náusea que comenzaba a trepársele por el esófago. Poca cosa comparada con los cientos de bichos tragados ante el asombro de los niños, alargando el acto con la tensión del momento: “…en el milenario y peligroso acto del que sólo Jonás escapó con vida…” niños a quienes terminara de encantar, repitiendo tres veces “¡Magia!... ¡Magia!... ¡Magia!”, después de tragar el insecto en turno.
Cargó otro bocado y le dio las tres masticadas reglamentarias. La mañana se iba encendiendo mientras el sol ganaba altura. Recordó la tarde de su debut, después de elegir los tres trucos más espectaculares. “Mandrake”, dijo antes de comenzar, en la esquina más concurrida de la plaza. Luego de dos asombrosas desapariciones, vino el tercer acto, y principal: transformar una bola de fuego en tres pañuelos, pero ni lo uno ni lo otro sucedió; lo único que logró aparecer fueron la burla y el rebautizo de su flamante nombre de hechicero: “Mierdrake”. Pero ese fracaso había sucedido muchos años atrás, desencanto que logró superar a fuerza de magia.
Luego del magro desayuno caminó hasta el parque para compartir magia a quien la quisiera. El asombro era gratis, el hechicero daba tres pases prodigiosos, repitiendo tres veces “¡Magia!... ¡Magia!... ¡Magia!”, y ésta aparecía por unos segundos, pero no en el truco, sino en el brillo de los ojos de quienes eran testigos de la maravilla. Un instante mágico suficiente para él, quien estaba cierto de que el asombro era el mejor alimento para el alma.
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