En
el comienzo de todo, Víctor Frankenstein recreó los músculos y los
nervios. El amasijo de carne no tenía entonces ninguna forma; todo era
una suerte de nervios oscuros cubiertos de fibra muscular, y el ánimo de
Víctor moviéndose alrededor de las partes dispersas uniendo acá y allá,
hasta formar el cuerpo. Entonces el doctor dijo: «¡Que haya
electricidad!» Y hubo electricidad. Al ver Frankenstein que la
electricidad era buena, la separó de la galvanización y la llamó
«fluido», y a la galvanización la llamó «avivar». De este modo se
completó la creación de la horrible bestia, que movía trémula dedos,
brazos y piernas. El engendro abrió los violáceos párpados dejando ver
los ojos grises y acuosos. Luego amagó con decir el nombre de Dios, pero
los negruzcos labios no hallaron el modo.
Víctor, complacido del trabajo realizado durante seis días, se retiró a dormir. Al despertar se encontró encadenado de pies y manos sobre una roca. En el cielo vio la silueta de un ave descendiendo veloz hacia él. Tiró con fuerza de los grilletes pero fue imposible liberarse. Desde el costado una voz metálica intentó reconfortarlo: “No temas, es terrible al principio, pero después lo será menos”. Frankenstein, aterrado, preguntó: “¿Quién eres?” “¿Por qué estoy encadenado? ¡Yo soy el doctor Víctor Frankenstein, y poseo el secreto de la vida! ¡Libérame y serás eterno!”. Prometeo no alcanzó a escuchar las palabras del doctor, entretenido en ingresar el algoritmo correcto para abrir la escotilla del módulo espacial.
El ave mitad águila, mitad robot, se posó al lado del desesperado hombre, le abrió el costado introduciendo decenas de nanobots que en segundos le licuaron el hígado, el estómago, los riñones e intestinos, para sustituirlos por sofisticadas piezas electrónicas que mantenían con vida a Víctor Frankenstein. Este daba escalofriantes alaridos de dolor, igual al monstruo engendrado por él aquella noche plutónica, efeméride obligada para la nueva humanidad.
Víctor, complacido del trabajo realizado durante seis días, se retiró a dormir. Al despertar se encontró encadenado de pies y manos sobre una roca. En el cielo vio la silueta de un ave descendiendo veloz hacia él. Tiró con fuerza de los grilletes pero fue imposible liberarse. Desde el costado una voz metálica intentó reconfortarlo: “No temas, es terrible al principio, pero después lo será menos”. Frankenstein, aterrado, preguntó: “¿Quién eres?” “¿Por qué estoy encadenado? ¡Yo soy el doctor Víctor Frankenstein, y poseo el secreto de la vida! ¡Libérame y serás eterno!”. Prometeo no alcanzó a escuchar las palabras del doctor, entretenido en ingresar el algoritmo correcto para abrir la escotilla del módulo espacial.
El ave mitad águila, mitad robot, se posó al lado del desesperado hombre, le abrió el costado introduciendo decenas de nanobots que en segundos le licuaron el hígado, el estómago, los riñones e intestinos, para sustituirlos por sofisticadas piezas electrónicas que mantenían con vida a Víctor Frankenstein. Este daba escalofriantes alaridos de dolor, igual al monstruo engendrado por él aquella noche plutónica, efeméride obligada para la nueva humanidad.
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*Palimpsestos apócrifos (escritos que conservan huellas de un manuscrito anterior: hipertextualización impune e irresponsable) ejercicios de estilo que son responsabilidad mía de principio a fin, incluidos los pecados. Gracias.
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