martes, 17 de julio de 2018

Jamelin / Palimpsestos apócrifos



Cierto día me encontraba sentado en el breve sofá de la casa rodante de la compañía, el bunker en que me hospedaba en el centro mismo de una selva ignota, en Sudamérica. Era un día de importancia vital para mí, ya que tenía que tomar una decisión relativa a la compañía. O renunciaba o me desaparecían: es lo que decía la nota escrita con sangre sobre el costado del carromato. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví cerrando las cortinas y echándome a dormir.

“¡Ya es tarde! ¡Ya es tarde! ¡Qué tarde se ha hecho ya!” rebotó en mis oídos, trayéndome desde el sueño más profundo hasta fuera del remolque para descubrirme rodeado de llamas invertidas, igual a cabezas, danzando irregulares y amenazantes. Aun cuando eran cientos los fuegos, el frío era demasiado. Desenfundé la flauta por enésima vez, resuelto a terminar con esas presencias, o lo que fueran, en el fondo del riachuelo.

Debajo del sofá asomó las orejas un conejo parlanchín, de elegante traje azulado, gritando “¡Ya es tarde! ¡Ya es tarde! ¡Qué tarde se ha hecho ya!” Iba a preguntarle tarde para qué o para quién, cuando las pequeñas llamas se transformaron en formas corpóreas, revelando la presencia de niños desencajados, empapados de agua y muerte.

Decidido, comencé a tocar la más hermosa e hipnotizadora melodía de mi vasto repertorio, sin provocar reacción alguna entre los siniestros infantes. Agucé la vista y pude percatarme de algo inaudito: ninguno poseía orejas ni oídos. “¡Ya es tarde! ¡Ya es tarde! ¡Qué tarde se ha hecho ya!”, gritaba el conejo, rebotando en cada salto dentro del carromato.

Me encerré junto con el fabuloso gazapo, que me miraba con sus rojizos ojos anegados de espanto. Traté de serenarme, de respirar y aclarar las circunstancias. El conejo, diestro, me enseñó su reloj donde en lugar de manecillas transitaban planetas, en medio de chispas iridiscentes. “Ya es tarde…” alcanzó a susurrar.

Acompañé el abrupto silencio -y nuestra suerte-, con el tañido de la flauta, mientras las manazas de los infantes nos desgarraban.

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