Dibujo de Raquel Mora |
Contiene esta historia la última anécdota que queda de aquel muchacho, al que, con una expresión que él mismo usaba muchas veces, llamábamos Vagabundo. No hay por qué examinar si su historia requiere una explicación introductoria; a mí me es en todo caso una necesidad agregar a la hoja de vida de este joven vagabundo una más, en la que procuraré estampar mi recuerdo de Huckleberry Finn, desconocido hasta ahora. No es gran cosa lo que sé de él, y especialmente me han quedado desconocidos su pasado y su origen. Pero de su personalidad conservo una impresión fuerte, y como tengo que confesar, a pesar de todo, una imagen densa como la piedra.
Luego de seguir a los cuarenta ladrones hasta el pie de una enorme montaña, Huck quedó maravillado al ver aparecer de entre el sólido y descomunal farallón rocoso, un pequeño hueco por donde no se podía entrar más que a gatas. “¡Chu Chin Chow!” Fue la palabra mágica dicha por uno de ellos para que sucediera el prodigio.
Uno a uno fueron entrando los cuarenta ladrones, arrastrando con ellos costales que mataban de la curiosidad al joven Huck, quien, oculto detrás de un arbusto de zarzamoras, comió con delectación del fresco fruto hasta quedarse dormido, mientras esperaba a que salieran de la montaña los ladrones.
“¡Chow Chin Chu!”, escuchó a lo lejos el alegre vagabundo, quien se puso de pie para ver cómo brotaban del hueco granos de roca, multiplicándose a una velocidad fantástica, hasta sellar el hueco al pie de la montaña. Huck esperó a que se alejaran los salteadores para intentar repetir el truco. No tenía nada mejor que hacer.
Una vez solo se limpió los restos de zarzamora de entre los dientes, escupió un gargajo elástico para aclararse el cogote, buscando la voz más clara y gruesa que un adolescente podía intentar en ese momento: “¡Chin Chow Chu!”, gritó. Acto seguido la montaña se elevó frente a sus ojos, alejándose de él.
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