miércoles, 25 de julio de 2018

Cínico / Palimpsestos apócrifos



Volvió con los primeros rayos de sol tras de sí. Balto, su perro, lo esperaba sentado a un costado del cascarón industrial donde llevaban dos días estacionados. La lámpara de gas empezaba a extinguirse. Diógenes comprendió que su perro no había dejado de esperarlo un segundo en la noche lunar. Le hizo un gesto tranquilizador que Balto no respondió. Fijó los ojos asustados en el bulto de tela roja que llevaba en la mano, apretó la quijada y se puso a chillar. Diógenes lo asió por el lomo con un cariño profundo. Exhalaba un tufo agrio.

Afuera lo buscaban máquinas sofisticadas, sin éxito. Era el más mortal sobre la Tierra, y su fama cruzaba veloz las agrestes geografías donde los humanos en resistencia se ocultaban de HAL 9000, la computadora cuántica que experimentaba nuevos algoritmos para dominar hasta la última célula viva de la galaxia.

Perro y humano compartieron la última ración de bayas. No había más, pero era incomparable con la libertad ganada, lejos de las máquinas y las trampas utilizadas para atraer individuos distraídos, disfrazando la lujuria y la gula entre las iridiscentes luces de una metrópoli huérfana de humanidad, pero repleta de sensores comunicados directamente con la estación orbital gobernada por HAL.

Diógenes supo que la humanidad estaba perdida desde antes de ser subyugada por las máquinas. No fue la tecnología el problema, sino la soberbia, la envidia y la codicia, que terminó por hacerlos perezosos e inhumanos.

Reventó la última cápsula de gas dentro de la lámpara, decidido a encontrar a ese hombre honesto de cabo a rabo, portador de la esperanza humana. También HAL 9000 quería encontrarlo, y para eso terminó la construcción de un androide diseñado para entrampar a Diógenes, propósito que fallaría al colapsar el autómata en su algoritmo elemental, enfrentado a la sabiduría del más grande cínico de la galaxia.

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